Solía imaginar sobre qué lado de la cama te gustaría más dormir,
como pondrías de caliente el agua de la ducha,
las manías que tendrías a lo largo de los días.
Solía imaginar como sería tu cara al despertar,
o que expresión pondrías al estar enfadado.
Solía imaginar como sería tu forma de hablar dulce,
como de fuertes serían tus abrazos,
o si al besar cerrarías los ojos.
Solía imaginar como serían tus pies sin calcetines,
o que zapatos te gustaría llevar.
Solía imaginar como olería el gel que utilizas,
o si te dejas restos de espuma de afeitar.
Solía imaginar si te gusta la miga o la corteza,
si echas tomate a los espaguetis,
si te gusta el agua con hielo,
o la Coca-Cola con el whisky.
Solía imaginar como seguirías el ritmo de la música,
si tus pies se moverían,
o se quedarían pegados al suelo.
Solía imaginar el movimiento de tu boca al hablar,
o si te chuparías los labios para coger aire.
Solía imaginar tu grado de paciencia,
si te molestaría esperar al autobús,
o si odiarías que la gente llegue tarde.
Solía imaginar si cantarías en la ducha,
si bailarías en la soledad de tus rincones,
o si te aplaudirías a ti mismo por una victoria.
Solía imaginar tu voz de resaca,
tus ojos hinchados,
e incluso tu dolor de cabeza después de una noche de fiesta.
Solía imaginar como sería tu forma de conquistar,
que metas tendrías en la vida,
y si tendrías fuerzas para conseguir todo lo que te propusieras.
Solía imaginar…y siempre con los ojos cerrados.
Un día decidí abrirlos y la imaginación cambió de nombre.
