Esas ganas.

Esas ganas constantes de tocarte,
de empezar a besarte y no parar hasta recorrer cada centímetro de tu cuerpo, de abrazarte y no soltarte.

Esas ganas de querer saber todo de ti,
de no dejarme ni un recoveco de tu cabeza sin explorar.

Esas ganas de verte reír,
de hacerte feliz,
de estar contigo.

Esas ganas de ser tu mayor deseo,
de ser tu mejor elección,
de ser tu ella entre todas las demás.

Esas ganas de querer verte al segundo de dejarte,
de no ser capaz de dejar de tocarte.

Esas ganas de ser yo, en lo que piensas,
cuando pienses en algo que hayas hecho bien.

Esas ganas de tenerte a mi lado todos los días que puedan quedarme en la historia de mi vida.

Esas ganas de querer compartir contigo hasta la suela de mis zapatos.

Esas ganas de vivir,
de gritar,
de llorar,
de sentir,
de disfrutar.

Esas ganas de manta y sofá,
de carcajadas porque sí,
de ser yo misma.

Esas ganas de todo y nada a la vez.

Esas ganas de ti y nada más.

Esas ganas de tanto contigo.

Esas ganas,
todas esas que nunca había sentido.

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Lo alto del podio.

Una lucha de espadas,
o mejor dicho;
espada contra navaja;
donde se sabe quien va a salir victorioso al 90%.

Una lucha constante,
frustrante,
donde cuando parece que ese 10% es el ganador,
se da la vuelta a la tortilla.

En el ring, se ve a un caballero uniformado,
que agarra la espada con seguridad,
fuerza y elegancia,
un todo en uno,
una espada, que es una extensión de su extremidad superior derecha.

Su contrario,
un chiquillo nervioso e inseguro,
que se cambia la navaja, de una mano a otra constantemente,
porque no sabe con cual será mejor su destreza.

Una lucha donde el ring; es mi mente;
el caballero uniformado; mis miedos y complejos;
el chiquillo asustado y débil; mis ganas de ser yo.

Parece que la apuesta es sobre seguro,
pero no sería la primera vez,
que una minoría asciende a lo alto del podio.

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